El hilo invisible que nos une: por qué seguimos contándonos historias
Me ha pasado desde bien pequeño, la necesidad casi obsesiva que le dio tanta guerra a mis padres y profesores de no solo conformarme con el “qué” de las cosas, sino, que a todo, le estoy buscando el “por qué” que las sostiene. Desde niño me ha fascinado rascar la superficie de aquello que parece evidente y descubrir qué hilos se mueven por debajo, cuáles son los engranajes que impulsan comportamientos individuales y colectivos que, a primera vista, damos por sentados.
Con el paso del tiempo, he ido comprobando que muchas de estas certezas —esas ideas que raramente ponemos en tela de juicio— están sostenidas por relatos poderosos, algo que podríamos llamar “mitos”, aunque el término suene a fábula o a leyenda antigua.
Sin embargo, por más que cambien de forma, estos mitos siguen cumpliendo una función esencial: ayudarnos a construir, cohesionar y legitimar nuestras organizaciones sociales.
Fue precisamente esa curiosidad insaciable la que me llevó a toparte, casi por casualidad, con las reflexiones de Mircea Eliade. Él mostraba cómo las sociedades tradicionales volvían una y otra vez a reproducir, en sus celebraciones y rituales, los acontecimientos narrados en sus historias de origen. Esa insistencia en regresar simbólicamente al momento fundacional no era un simple afán de repetir rutinas, sino una forma de inyectarse vitalidad, de revivir la fuerza que, en un principio, había dado forma a la comunidad.
De pronto, dejé de ver los mitos como cuentos de hadas y empecé a entender que eran, en gran medida, las columnas que sostenían el templo de la vida colectiva.
Más adelante, en todas estas indagaciones, descubrí la perspectiva estructuralista de Claude Lévi-Strauss, que me abrió un panorama completamente distinto sobre estas narraciones. Ya no se trataba solo de la repetición de un momento sagrado, sino de comprender que los mitos parecían construirse con unas piezas básicas, casi como un lenguaje universal. Lévi-Strauss analizaba cómo historias procedentes de rincones muy distintos del planeta compartían patrones profundos: oposiciones binarias del estilo naturaleza/cultura, vida/muerte, lo crudo/lo cocido… Aquel hallazgo me impresionó, porque mostraba con claridad que había, detrás de las diferencias superficiales, una arquitectura simbólica común a todas las culturas, algo que nos une a un nivel casi invisible.
Por si fuera poco, entonces me crucé con Joseph Campbell, un estudioso de mitologías comparadas que puso el foco en el viaje del héroe: esa estructura narrativa que, según él, atraviesa tiempos y lugares y que se reencarna en mitos, leyendas y, hoy en día, hasta en las superproducciones de Hollywood.
El héroe, decía Campbell, no era más que un reflejo de nuestro propio anhelo de superación y de búsqueda de sentido. Sus pruebas y desafíos simbolizan las crisis que todos afrontamos en distintos momentos de la vida, y su triunfo final, o a veces su derrota, nos habla de la esperanza o la advertencia sobre lo que puede ocurrirnos en la existencia real.
Fue ahí cuando terminé de asumir que los mitos no eran “basura irracional” que quedaba sepultada bajo la modernidad, sino guiones que seguimos representando, a menudo sin darnos cuenta, para lidiar con las grandes preguntas de la vida.
Lo curioso es que el sociólogo Émile Durkheim ya había dejado entrever que esas creencias colectivas, y los rituales asociados a ellas, funcionan como un pegamento social. Nadie discute que las instituciones dependen de normas y leyes, pero Durkheim insistía en que también precisan de un aura sagrada o, en términos más laicos, de un conjunto de valores compartidos que se vuelvan incuestionables.
Y aquí entra en juego el papel del mito: se convierte en el corazón simbólico que late detrás de las estructuras oficiales, marcando lo que consideramos bueno o malo, aceptable o inaceptable. Al final, la sociedad se sostiene no solo en su burocracia o sus mecanismos de poder visibles, sino en esas narraciones que legitiman y apuntalan la convivencia.
A medida que me internaba en estas reflexiones, me preguntaba qué había pasado con la llegada de la modernidad y, sobre todo, con nuestra era postmoderna, tan fracturada y desconfiada de los grandes relatos. Hubo un momento, especialmente con la Ilustración, en que la razón y la ciencia parecían destinadas a reemplazar todos los mitos del pasado (que curioso, con otros mitos). Se postulaba que, a fuerza de conocimiento racional, podríamos deshacernos de aquello que se consideraba superstición.
Sin embargo, y por paradójico que resulte, (ya totalmente convencido que no podemos hacerlo de otro modo) la modernidad también se forjó sus propios mitos: el progreso lineal e indefinido, la fe en la ciencia como solución absoluta a los problemas del mundo, el convencimiento de que la verdad se revelaría ante nuestros ojos si la buscábamos con el método científico adecuado.
Este “nuevo panteón de ideas” fue tremendamente influyente, y es innegable que trajo avances notables en medicina, tecnología o educación (y nos ha traido una manera de pensar, de actuar y de estar en el mundo de todos nosotros).
Sin embargo, como toda idea que no puede ser perfecta, acabó mostrándonos su doble filo: el mismo mito del progreso nos llevó a someter y explotar recursos naturales bajo la promesa de un bienestar futuro que, con el tiempo, derivó en crisis ecológicas y desigualdades sociales que ponen en jaque esa fantasía de crecimiento infinito.
Es como si esos relatos que nacieron para liberarnos de la ignorancia se hubieran vuelto, en cierta medida, cautivos de su propia lógica, estableciendo un imperativo de acumulación y eficiencia que no siempre deja espacio para la reflexión ética ni para la empatía con el entorno.
Luego llegó lo que Jean-François Lyotard denominó la “incredulidad hacia las grandes narraciones”: o dicho de otro modo una era posterior de algo pero que aún no es otra cosa. La mutación de grupo de mitos que ya empezaban a no calzar pero que aún no tenían ningunos otros mejores para sustituirlos, ese tiempo se le llamó la posmodernidad.
Asistimos a la descomposición de esos relatos totalizadores —tanto religiosos como científicos o ideológicos— que pretendían explicarlo todo. La característica de nuestra época es el escepticismo ante cualquier explicación demasiado universal. Pero es en ese aparente colapso de los grandes relatos donde descubro, con cierta sorpresa, que la necesidad de crear mitos permanece. Quizá ya no sean los mismos de antes ni tengan el halo de sacralidad explícita, pero estamos rodeados de una multitud de pequeñas narraciones que funcionan como mitos en miniatura, ofreciéndonos sentimientos de pertenencia, dirección y seguridad.
Piénsese, por ejemplo, en el mito de la innovación tecnológica como fuerza liberadora. Constantemente oigo la promesa de que la inteligencia artificial, la robótica o la biotecnología transformarán el mundo para bien, resolviendo problemas tan complejos como la crisis climática o la desigualdad educativa.
No digo que sea imposible, pero veo en esa creencia un componente muy parecido al mítico: la fe, casi sagrada, en un poder (la tecnología) capaz de redimirnos de nuestros males. Lo mismo ocurre con la idea de que el mercado se autorregula de forma óptima, generando una prosperidad infinita. Para muchos, esta noción ha tomado la forma de un dogma que no resiste del todo las evidencias de crisis económicas recurrentes y de una concentración de riqueza que deja fuera a vastos sectores de la población.
Otro ejemplo es esa insistencia en la autonomía del individuo, que a ratos suena a mito posmoderno por excelencia: la idea de que somos seres plenamente libres y autosuficientes para diseñar la vida a nuestra medida. Es cierto que gozamos de libertades y derechos impensables en otros momentos históricos, pero eso no elimina las tensiones que surgen de las estructuras sociales, económicas y tecnológicas que nos rodean. Además, vivimos en un presente tan hiperconectado y orientado a la validación externa que, a veces, me pregunto si esa autonomía del “yo” no se convierte en mero simulacro, ya que dependemos constantemente del reconocimiento, los “likes” o el aplauso colectivo para sostener nuestra identidad.
Ante este panorama, quizá la cuestión no sea tratar de librarnos de los mitos de raíz, porque siempre encontraremos relatos que expliquen y justifiquen nuestro modo de habitar el mundo. Más bien, la clave podría estar en mantener una actitud consciente y crítica frente a ellos. Está bien apoyarse en las narraciones compartidas, porque esas historias son las que nos conectan y nos permiten emprender proyectos colectivos; pero también deberíamos ser capaces de revisar si sus promesas son factibles y si encierran trampas que podrían perjudicarnos en un futuro. El mito, al fin y al cabo, puede volverse una prisión si no somos capaces de distinguir lo simbólico de lo literal, o la fe ciega de la reflexión informada.
En mi propia trayectoria, he aprendido que cada época erige sus propios ídolos. La modernidad levantó el altar del progreso y la ciencia; la posmodernidad, en su afán por tumbar los ídolos de antaño, creó multitud de pequeños dioses a los que rendimos culto casi sin darnos cuenta. Nos guste o no, el mito sigue siendo la argamasa que nos une como sociedades. Y, sin embargo, basta mirar de cerca para descubrir que todas esas narraciones comparten mecanismos similares: ofrecen un sentido de origen, dibujan un horizonte de expectativa y legitiman formas de organización. Lo importante es no dejar que nos atrapen completamente en su hechizo, sino usarlas como herramientas de entendimiento y, en la medida de lo posible, de transformación.
Es por eso que me gustaría seguir profundizando en los mitos modernos —desde la Ilustración hasta hoy— para comprender mejor cómo surgieron esas ideas que definieron nuestra forma de relacionarnos con la tecnología, la economía o la naturaleza. Exploraré su evolución, sus promesas cumplidas y las que están todavía en el aire. No lo haré con la intención de “cazar brujas” o de negar la validez de la ciencia o el progreso, sino para mostrar que incluso en lo más vanguardista se oculta un relato mitológico que, de algún modo, nos sostiene y puede también sofocarnos si no le prestamos la atención debida.
Porque saber por qué hacemos lo que hacemos es, al fin y al cabo, el punto de partida para cambiar el rumbo cuando se impone la necesidad de avanzar por un camino diferente. Y, a mi modo de ver, ahí reside la esencia de la búsqueda: adentrarnos en los relatos que nos han traído hasta aquí para elegir con más conciencia el relato que queremos crear de ahora en adelante.
Al final, comprender los mecanismos míticos que hay detrás de nuestras certezas cotidianas puede ser la mejor forma de empezar a liberarnos de aquello que nos limita e imaginar nuevos mundos posibles. Reconocer que vivimos rodeados de historias que alimentan nuestras decisiones —a veces de forma inconsciente— nos devuelve la responsabilidad de revisarlas, matizarlas o, si es necesario, sustituirlas por narraciones más ajustadas a la manera de esta en el mundo.
Jorge Molinera
Hace casi 500 años… nacía el primer bloguero.
Corría el año 1533 en las frías paredes del Castillo familiar en las fronteras del Périgord y el Bordelais, cerca de Bergerac y Saint-Emilion, cuando vino al mundo, el bisnieto de Ramón Eyquem, un comerciante que prosperó lo suficiente como para poder dejar la vida de...